Sería insensato no reconocer la gran derecha de Deontay Wilder. Los más aventurados, muchas veces desprovistos de conocimiento, se atreven incluso a catalogarlo como uno de los mejores golpes de la historia. En los números, parecía implacable: De sus 42 victorias, 41 fueron por KO.
Antes de sus dos combates con Tyson Fury, sólo el haitiano Bermane Stiverne lo había obligado a llevar la pelea a los puntos. Sin embargo, el propio Wilder se encargó de despejar todas las dudas cuando en la revancha lo noqueó en el primer round.
Pero una cosa es mirar las cifras, el video fulminante de YouTube, la nota corta siempre acompañada de un adjetivo rimbonante: “criminal”, “descomunal”, “demoledor”. Y otra cosa es sacar la lupa y mirar bien las peleas.
Deontay Wilder construyó su carrera en paralelo a la escena más competitiva de los pesos pesados y derrotando a púgiles de tercer orden, eso no es ninguna novedad. Pese a las negociaciones -algunas de ellas muy lucrativas- una pelea con Anthony Joshua jamás se concretó. Siempre rehuyó de unificar con Vladimir Klitschko. De hecho, una anécdota desclasificada por Dillian Whyte asegura que en 2014, el ucraniano lo noqueó en un sparring preparatorio para su pelea con Pulev y hasta lo dejó con espasmos sobre la lona. Wilder incluso se ha alejado de boxeadores de segundo orden de la categoría, como Andy Ruiz, Joseph Parker o Alexander Povetkin.
Sólo en cuatro ocasiones ha peleado con púgiles de nivel: Sus dos combates con Luis Ortiz y sus dos combates con Tyson Fury. Al cubano lo noqueó dos veces. Ganó prestigio, respeto y se metió en los ránkings libra por libra más cotizados del mundo. Ahora bien, de esas peleas hay que subrayar un par cosas. Primero, King Kong Ortiz tenía 38 y 40 años. Pese a ello, demostró estar en muy buena forma. Tan buena forma, que en ambos enfrentamientos iba ganando ampliamente por puntos.
No hay excusas para defender al cubano, es cierto. Sin embargo, esos dos combates revelaron una clave que muchos obviaron: Wilder es un boxeador que no boxea. Hay rounds en donde apenas tira y apuesta todo a encontrar el espacio para meter su derecha.
La revancha con Tyson Fury terminó por desnudar por completo al ahora ex campeón. Por un lado, el británico fue muy inteligente. Llegó pesando 123 kilos con dos objetivos en mente: pegar más fuerte y aguantar la pegada de Wilder (no quería volver a derrumbarse sobre la lona como en la primera pelea).
En los primeros asaltos quedaron muy claros los resultados: un jab del Gipsy King bien ejecutado producía mucho más daño que la derecha del estadounidense lanzada con intermitencia. Al tercer round, Wilder ya estaba demolido. Al quinto round, se caía solo. Al sexto, sangraba profusamente del oído. Al séptimo, el árbitro Kenny Bayless decidió pararlo todo.
A sus 35 años, el bombardero de bronce demostró que estaba oxidado. La falta de competencia volvió a Wilder un campeón de barro, frente a un Fury que, pese a todas sus limitaciones, jamás se ha negado a una competencia mayor y siempre buscó el desafío. Jamás arrancó de los favoritos, siempre salió victorioso y ahora el mundo lo reconoce -muy merecidamente- como el “Matarreyes” del boxeo.