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Jonathan Ricardo Vera Pérez. Bombardero. Ventarrón. Dieciséis derrotas, nueve triunfos, un empate. “Una falta de respeto al boxeo”, comentaron algunos al ver tu foto en el pesaje previo a tu derrota ante José Sanchez, “Pato Lucas”, en el adiós de una carrera que ha sido tu propia guerra. Se molestaron por tu físico abultado, tu abdomen carente de calugas juveniles y atractivas. Hablaron mal de tu aspecto. “Hasta tiene cara de curao”, leí en un estado de Facebook de los adversarios de tu resistencia. Pero lo tuyo, tu respuesta, va por otro lado Ventarrón, no por lo bonito que te ves en una foto, no por la belleza que no tienen tus golpes; tu respuesta es humana, es la de un hombre padre de familia que pelea sobre un ring -con árbitro y reglas- para divertirse, para crecer, para alimentar el espíritu, para estar bien. Y este sábado, en tu nueva y última derrota, volviste a demostrar de qué está nutrida la esencia del deporte.

Fueron apenas cuatro rounds, y decidiste dar espectáculo desde un comienzo. “Con el puro baile me doy por pagada”, dice una asistente, alabando entusiasmada, gozosa, tu movimiento de piernas en medio del combate, un baile que no causa daño alguno, que no tiene función más allá del show coreográfico que armaste en tu cabeza. Es Ventarrón Vera, un barrilito, un hombre con pinta de oficinista, de mesero, de conserje, jamás Rocky Balboa, nunca Floyd Mayweather: el chileno más común y más corriente, un hombre pequeño, probablemente endeudado, que hace diez años peleaba con más de diez kilos menos, soñando con la gloria de los títulos mundiales que ambiciona la inocencia juvenil; un hombre que hoy vive esto como una fiesta, como un episodio más del goce de la vida. Así disfruta el boxeo Ventarrón Vera. El pantalón gris le queda grande. Invisibles son las rodillas. Los brazos son cortos y la actitud altiva, ignorante de sus deficiencias. La gente entre que se burla y le entrega cariño, pero él no se inmuta, sigue en su juego, sigue en su propio show que lo hace feliz. Tiene un plan; y a su edad, treinta y seis años, no lo soltará. Sea para simplemente dar espectáculo, sea para buscar una victoria, quién sabe; quizás hasta dé lo mismo el resultado de esta noche oscura de nubes cargadas en lo alto. Él goza este deporte. “¡Que baile, que baile!”, gritan desde las galerías hombres y mujeres, como si estuvieran pidiendo a un galán de cine mover la colita en televisión, como quien pide a su artista favorito la última canción antes de terminar una presentación en el Festival de Viña. Pero Ventarrón sigue impertérrito: nada de lo que le digan desde afuera cambiará su plan. Boxear, aguantar, resistir, dar y echarse para atrás mostrando una sonrisa, plan que se mantendrá intacto esté ganando o perdiendo la pelea. Luego, bailará cuando él quiera. “Tiene corazón el hombre”, dicen también desde el público los más mayores, justo cuando Ricardo lanza un peligroso gancho izquierdo que si te agarra capaz que te bote al suelo, como tiró la suelo sorpresivamente hace algunos años a Maravilla Fuenzalida, para el espanto de algunos incrédulos ante una noticia que les parecía ridícula: el viejo y gracioso Ventarrón, el siempre ninguneado, noqueando a una joven promesa bañada en proyección. “Aguanta bien el hombre, sabe boxear, es un guerrero”, comentan quienes lo conocen en una esquina del club Libra por Libra de Ñuñoa, mientras los jueces anotan al final de cada round que Ventarrón está perdiendo. Porque todos lo sabemos: Ventarrón está perdiendo. Ventarrón va a perder.

“Está gordo, está gordo ese hueón”, dicen los fans oponentes para defenestrar a Ventarrón, cuando este comienza a afirmarse y a demostrar que no vino a hacer el puro ridículo, que además de su show él vino a boxear, a entregar el combo completo; y que cuando dice que es “un guerrero” no es porque el alias lo eligió al azar, sino porque le gusta enfrentarse a lo adverso, lo apasiona, lo erige ir tras lo imposible.

Es momento de hacer un nuevo baile, chocar los guantes y volver a la carga. Es en el tercer round cuando Ventarrón recibe un golpe bajo y en lugar de reclamar y decaer, sonríe, alza las manos; busca a su público, público que no lo vino a ver a él, público que él ha conquistado con su actitud entregada al espectáculo, con los combos que da y que recibe con hidalguía. Y vuelve a la carga, duro, macizo, para ver si otra vez hace un “peléon” como el que le dio al campeón Óscar Bravo, tapando las bocas que compraron entradas para ver cómo se devoraban a un boxeador irrisorio, circense. “Es bueno el hueón”, dicen ahora los mismos que al comienzo se burlaban, al verlo resistir; esa es la palabra quizás que da sentido a la chapa de guerrero de Ventarrón, el verbo que lo justifica: resistir. Y cuando por fin le conectan una derecha perfecta, y el público se viene abajo alentando a Pato Lucas, saca la lengua, como que aquí no ha pasado nada ¡Como que la victoria que está logrando su oponente también es suya! “¿Será masoquista?”, reflexionan otros.

Al inicio del último round le vuelven a conectar durísimo en el rostro y él vuelve a sonreír, orgulloso. “Qué chistoso que es él”, dice una señora bebida. Y sí que lo es: guerrero y chistoso. Y vuelve a bailar ¡vuelve a bailar! la danza ahora es total y la ovación por primera vez es completa para él. Lo ha conseguido. Las carcajadas se toman una cuadra de Ñuñoa y el sentimiento general ya es de cariño. No de compasión: es genuino cariño. Quizás sea ese el último baile de piernas de su vida. Quizás estos tres minutos vistos también desde los balcones de los edificios vecinos al ring sean su último round, lo último que le contará a sus nietos. En su semblante se nota que las risas del público lo ponen contento, querido ¿Será eso acaso lo que siempre buscó subiéndose a un ring, cariño? ¿No era eso también lo que buscaban los personajes de las epopeyas homéricas de la era clásica, que tal como Ventarrón siempre lucharon desde abajo? Como sea, es seguro que el cariño lo ha conseguido. Gracias Ventarrón. No por vencer a los gigantes que nunca venciste. Gracias por la alegría. Gracias, porque te sacaron la cresta en los últimos diez segundos de combate, y al finalizar te abrazaste con Pato Lucas como los mejores amigos que son. Y le tomaste la mano para saludar a los asistentes juntos, con los brazos alzados, en conjunto, porque han ganado juntos, quieres expresar con la mirada.

Ventarrón no vino a buscar la victoria oficial esta noche, pienso; la gloria ya la ha conseguido: la ganó estando, perdiendo, pero resistiendo otra vez en pie. Este es Ventarrón. El hombre sencillo de Chile que se convirtió en boxeador y esta noche se retira, como tantos que lo hacen al año para quedar en la libertad del anonimato, perdidos en la pobreza y en el universo del alzheimer. “Bueno, me dieron perdedor, pero todos sabemos que empatamos. Ventarrón no le tiene miedo a nadie y en cualquier parte siempre estaré dando guerra”, declara camino al camarín a un medio local. No Ventarrón, no todos creemos que empataron, que conseguiste un hidalgo empate, como dijiste. Nosotros creemos que has ganado, de otra forma, sin tarjetas ni puntos, sin nocauts ni toallas tiradas por tus rivales: ganaste porque nos hiciste reír, gritar, aclamar, admirar un deporte. Ganaste porque cumpliste, otra vez, la última vez, dando todo lo que eres, imperfecto e imcompleto, auténtico y leal, sobre un ring de boxeo profesional. Gracias por venir desde Gorbea, Región de la Araucanía; gracias por no ser un héroe, por no quedar en la historia de los grandes boxeadores chilenos, gracias por la sencillez y carisma que te harán trascendente en el recuerdo de los niños que por primera vez fueron a ver boxeo esta noche. Una transcendencia en las antípodas de los templos sagrados que resguardan el rostro de los ídolos que miramos hacia arriba, hacia el cielo, desde donde tras el toque final de la campana han comenzado a caer las primeras gotas de una tibia lluvia nocturna, como si tu despedida la hubiera escrito Homero hace decenas de siglos.

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