
Crónica de un recuerdo de 1969 que marcó al niño osornino destinado a convertirse en leyenda del boxeo chileno.
Osorno, 1969. La lluvia de siempre, el olor a leña húmeda y la expectación multiplicada en cada esquina anunciaban algo extraordinario: la visita del Ballet Azul. La Universidad de Chile de Leonel Sánchez y Rubén Marcos llegaba para jugar un amistoso, y la ciudad se volcaba como si se tratara de un suceso irrepetible. En el estadio bancario, las familias se apretaban en las gradas, los niños se colgaban de las rejas y el sur entero parecía sostener la respiración.
Entre esos niños estaba Martín Vargas, un muchacho de 14 años, flaco, ansioso, hincha incondicional de la U. Nunca imaginó que sería parte del espectáculo, hasta que un dirigente local lo empujó hacia la cancha. Delante de él apareció la silueta imponente del goleador del Mundial del ‘62. “Leonel Sánchez me sacó de la mano a mí a que yo saludara al público. Para mí fue un honor, pues”, recuerda hoy, con la naturalidad del que relata algo incrustado en la memoria como una fotografía intacta.

No fue una caminata larga. Fue apenas un trayecto breve, pero suficiente para dejar una marca profunda. La ovación bajaba desde las tribunas, los jugadores se acomodaban para el amistoso y un niño osornino, aún sin saberlo, caminaba hacia su destino deportivo acompañado por uno de los símbolos más grandes del fútbol chileno.
Décadas más tarde, ya convertido en profesional y concentrado para disputar el título sudamericano, Vargas se reencontraría con el ídolo. Ocurrió en el Campo Azul de Recoleta, donde entrenaban los equipos de la Universidad de Chile. “Yo le dije: ‘¿Te acuerdas del niñito que salió contigo de la mano?’. ‘Sí, me acuerdo’, me dijo… Y me quedó mirando. ‘Era yo’. No lo podía creer, Leonel, pues”. Ese breve intercambio cerró un círculo que había comenzado en una cancha del sur.

Tres años después de aquel 1969, el muchacho azul llegaba a otro escenario emblemático: los Juegos Olímpicos de Múnich 1972, donde representó a Chile con apenas 17 años. Lo recuerda sin dramatismo: “Yo fui a los 17 años… A mí me eliminó el médico”. Una fiebre por un problema estomacal lo hizo subir al ring en una débil condición contra el colombiano Calixto Pérez. “Pero a mí Calixto Pérez no me ganó”, repite, subrayando que quedó eliminado por el cuadro de salud que lo afectaba.
Ese inicio abrupto, lejos de frenarlo, templó al boxeador que vendría después. Martín habla de su carrera con la mezcla justa de orgullo y crudeza. Recuerda sus peleas mundialistas, los cortes, los dedos quebrados y el ojo dañado en Maracaibo, pero también la cercanía con sus rivales y el respeto mutuo. De Betulio González -su verdugo y amigo- dice con sencillez. “Lo considero un buen amigo, una buena persona”.
Con la misma naturalidad habla de su identidad azul, que nunca abandonó. “Yo soy chuncho… yo soy azul y voy a morir azul”, afirma cuando recuerda por qué llevaba el emblema en su short, pieza él conserva como un símbolo propio.
El ex boxeador hace una pausa. Medita y se lanza lúcido con otra reflexión. “A mí la gente me quería por la sinceridad… Yo llenaba 10.000, 11.000 personas. ¿Quién hacía eso en Chile?”, pregunta como queriendo alzar la guardia.

Antes de despedirse, su gratitud vuelve a ocupar el centro: “Quiero agradecerles a todas esas personas que me abrieron las puertas para ser uno de los grandes boxeadores que tuvo Chile”. Y en esa frase está también el eco de aquel niño de 1969 que entró a la cancha tomado de la mano por un gigante del fútbol sudamericano, sin sospechar que años más tarde él también sería parte de la historia grande del país.
El camino recorrido por Martín comenzó antes de los títulos, de los estadios llenos y de los golpes. Partió cuando la mano de un ídolo lo sacó a la cancha en una fría tarde de Osorno. Allí, donde nadie lo sabía, caminaba la futura leyenda de los puños.






