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Por Loreto Quiroz.

Gran parte de la información que aparece en la prensa sobre Floyd Mayweather, considerado por muchos el mejor boxeador de la última década, gira en torno a las exuberantes ganancias generadas por el deportista. Como las cantidades de dinero puestas sobre la mesa resultan inconmensurables para la mayoría de nosotros los medios de comunicación se encargan, en una especie de labor pedagógica banalizada, de enseñarnos con manzanitas (autitos de lujo) en qué tipo de excentricidades se pueden traducir las cifras con muchos ceros. Los caprichos del propio Mayweather contribuyen en gran medida al relevo de este asunto, no por nada el boxeador es apodado “Money”.

Lo que ocurre con Floyd hace patente la potencia del capitalismo para transformar el trabajo del hombre en mercancía, al punto de transformar el propio cuerpo en el catalizador de un mercadeo monstruoso. Qué mejor evidencia de ello que la gran cobertura de prensa a la hora de referirse a la bolsa y demás aspectos económicos, a propósito de la llamada pelea del siglo entre el propio Mayweather y Many Paccquiao.

La condena cínica y poco espesa sobre los actos de violencia, casi cómo un slogan, que se escucha diariamente en los noticieros centrales de los canales de televisión, se pone entonces en suspenso y se omite la reflexión sobre la violencia indiscutiblemente presente en la práctica del boxeo.

La pelea es ampliamente promocionada por los medios, con afirmaciones grandilocuentes, salpicando un relato saturado de datos sobre los millones y millones de verdes dólares americanos involucrados, con una retórica que sugiere la idea de que asistiríamos un espectáculo legendario que enfrentaría a dos titanes.

Lo que vimos no se acercó a eso, ver entrar en escena al propio Mayweather secundado por un monarca del reino de las hamburguesas no tenía nada de homérico, fue un mal presagio. Lo que vimos después, en los 12 rounds, fue un mercadeo, pero esta vez dentro del ring. Money sobrecargó su actuación de su admirable estilismo a tal nivel que casi no lo pudimos ver atacar, su diligencia fue tan funcional como vacía de boxeo, y Pacquiao tuvo demasiada paciencia para ser considerado un fajador. El resultado: el remedo de una gran pelea, sobre todo considerando el talante de los boxeadores involucrados.

En la trama entre la razón y la pasión, la primera alcanzaba impúdicamente un protagonismo exacerbado, provocando una sensación de lejanía entre los boxeadores, pero se trataba de una pobre versión de la razón, reducida al cálculo costo-beneficio. Parecía que el negocio se había tomado el ring por asalto. Eso podía ser una buena noticia para los traficantes de carne humana, pero el boxeo quedaba entre paréntesis.

Floyd declaró después de la pelea “Ya no siento amor ni pasión por el boxeo”, dejando ver a través de otros dichos que pretende retirarse después de la pelea anunciada para septiembre contra el haitiano André Berto.

Para quién gusta del boxeo la declaración de Mayweather es alentadora, en la medida que explica la deslucida dinámica que logró imponer en la pelea contra Paccquiao a propósito de su falta de pasión. No se trata entonces de que el mercadeo se haya tomado por completo el ring, invadiendo el mítico reducto boxeril de la pusilanimidad que asedia todas nuestras prácticas, saqueándolas permanentemente de su potencia combativa. Podemos ilusionarnos y echarle la culpa a Money y su gusto por los autos caros comprados al precio nada menor que la enajenación de la potencia combativa de su propio cuerpo.

Cuándo se acaba la pasión, entonces, por muy grande que sea el talento, el riesgo de besar la lona crece. Sabio es entonces el millonario mercader Mayweather que reconoce que ante la pérdida de la pasión, la única forma de salvarse del Knock Out es el retiro. Al parecer, fuera del ring, sus ganancias lo noquearon hace tiempo.