Termino de ver Million Dollar Baby (otra vez). Mientras tanto Víctor Jara le canta a los vecinos de abajo y los chunchos del frente sufren por el penal perdido por Rubio (mientras se lamentan, llega el gol de Paredes) y a pesar del 3-0 siguen viendo (o más bien vociferando) el partido hasta el final.

La derrota es el tema, la relatividad de la derrota, lo poética y metafórica que puede llegar a ser cuándo se trata del ring. Se trata de una derrota que no huye del dolor, que lo enfrenta y lo lanza, es un paso meditado hacía el dolor, se piensa, se adopta una estrategia.

Es poética porque a pesar de sí misma, siempre está mediada por una casi invisible pero profundamente humana victoria, el efecto liberador de las tensiones, producidas por el cotidiano control de impulsos en el que hemos sido socializados. Por eso mismo el boxeo, aún en la derrota, es siempre, a modo metafórico y también en un sentido práctico, pero no prosaico, una íntima revolución. “Es una sensación satisfactoria cuándo tu pegai un combo y sabís que lo marcaste bien, sabís que la otra persona sintió tu mano”, decía Jhanny Torres, boxeadora chilena, en un reportaje realizado por Canal 13, frase que es acompañada por una linda sonrisa que va literalmente de oreja a oreja.

Ahí están, solos o solas, aislados en el cuadrilátero iluminado, enfrentados contra el adversario, la dieta, el entrenamiento, los estragos en los nudillos y el tiempo. Pero igualmente la derrota tiene belleza, sólo se puede perder cuándo se ha peleado (lamento el lugar común, pero no se me viene a la mente una mejor manera de expresarlo) y dar las peleas es estar viva.

Quizá por eso desde que nos damos cuenta que Maggie (en Million Dollar Baby) ya no podrá seguir peleando, desde que nos damos cuenta que la única batalla que puede seguir dando es, justamente, la de tener una muerte digna, es que paradójicamente, a modo de triunfo trascendental sobre el crack que sufre su cuerpo, deseamos entrañablemente su muerte, la última e inevitable de nuestras derrotas.